De atléticos a indios y colchoneros, pasando por atletistas

"Y usted, no pise ese Escudo..."
Luis, presidente de honor

domingo, 1 de febrero de 2009

Roorall Football Club

La costanilla, muere aún en un delta de piedras. Baja trastabillá desde la plaza, donde se sorteaban los equipos a monta y cabe. Hasta convertirse en casi vertical pása la solana del tío Casimiro, y acabar por desparramarse definitivamente en lo que los mayores se empeñaban en llamar “falda del monte”. No te jiba.¡Cómo si a los montes se les pudiera ver las braguillas...!. Fuera sisa o dobladillo, aquella ladera servía igual de puerta 0 que de grada. Hasta la imaginaria línea del indefinido saque de banda, allá en lo más alto de la arista N-NE, donde era menester calzar crampón y cordada pa aguantar el balón cual saltamonte entre los pinreles, se levantaba un cispotero de agárrate y no te menees. Una barranquera horadá en su vientre por cierta cueva a medio sepultar, de boca estrecha, y otra más tocha, de menos inviernos. En esta última, hasta hace relativamente poco, se podía giñar con cierta dignidad. En aquellos tiempos de fiebre en las gradas, siempre y cuando te deslizaras por la sordi, en el afán de no ser apedreao en fetal postura. Indefenso y más quieto que un huso. Con unos gayumbos de algodón “1903 lavaos” por grilletes. Como pa salir de najas...
Esa, era la parte agreste del campo. Muere la barranquera que hacía de platea lateral de preferencia, ocupada las más de las veces por nenas platónicas, en una era de buen ver y mejor jugar. Lisita cual parqué. Sembrá de un verdín y malas yerbas que hacía para los jugones, de tépex y, pa las madres, de disgusto. Junto con algún cantillo, ayudaba a mantener el stock de mircromina de la farmacia de la Elo. Aquella menuda mujer que igual te colocaba una caja de aspirinas, que te ponía en conferencia con la capital, mercé a un aricular a manivela. Como mandan los Bells.
Las porterías, de cantos. Dos buenas mojoneras que se miraban de costao, separás por medio de los preceptivos siete pasos tamaño chaval. Levantándose dos o tres palmos de adulto sobre el suelo, pa hacer más fiel la vertical del poste que se diluía entre el aire. Y más jodías las ganas de ir con todo al portero en un balón ajustao. Por supuesto, la escuadra quedaba a criterio público. Los orígenes de la democracia criolla. De crío. Pequeños congresos de los diputaos, donde en cierto modo debió de echar germen el bipartidismo. Entre el partido de los del “HSG” (Ha Sío Gol), y los del “YUH” (Y Un Huevo). Todo esto, en mitá de otro partido. No es de extrañar entonces que ya de juveniles se siguiera así de partidos, haciendo “cantera” con pancartas sobre el partido en ciertos sectores de la Grada donde intentaba verse el partido... ¡Socorro, señor Groucho...!

Por aquél entonces, por aquellos pagos, el fondo donde nos cambiábamos no era tan numeroso como los de la tele a blanco y negro. Quince o veinte fieles de media, arremolinaos alrededor de un rulo de piedra, que hacía las ocasiones de vestuario. En su horario de asueto, cuando no le trincaba el dueño pa engancharlo a la mula y darle un lavao de firme a la era. En esos tiempos, ni el tato tenía prismáticos, y a las chiquillas instalás en la lateral preferente les venía la imagen de los adonis muy lejana, con píxeles como melones. Tó calculao. Aún así, los había que preferían menearse hasta unos zarzales próximos, que a nadie se nos ocurrió bautizar como “los biombos”. Todos, nos vestiamos de corto, pretendiendo emular a nuestros respectivos ídolos de cromo. O casi todos. Juanfran, muy suyo él, pensaba que nanai. Que esas bielas blancas navidá no se las veía más que su señora madre. Sólo el paso del tiempo, a través de aquella estrofa que venía a narrar a un menda “con un pantalón de pana con este solano”, me hacía evocar la memoria de tan singular amiguete. De pana, y negros. En pleno agosto. Con dos cojones.
El balón, clavao en el centro de la era. Con alguna costura abierta. Despellejao en las pieles. Sin más betadine a mano que el sebo que se nos ocurría darle de uvas a peras. Maquillao con el verdín que se le agarraba de caricia en punterón. De empeine a efecto. Toda un arma de destrucción masiva pa unos pepinos y otros tomates. Jamás serían ensalá. Aguardaban cuales reos en sus uniformes verdes, el pelotón de cercenamiento prendidos sobre sus tallos en el peazo contiguo. Justo enfrente al de la grada de público. Donde un terraplén de medio salto marcaba mediante una cal en tono hostiazo, que allí moría la banda. Y empezaba, a sus pies, el huerto. Un lugar ajeno que convenía profanar al trote, sin atender demasiao a los vanos de los surcos, pa sacar deprisa otra vez. No, no estabamos por entonces en la posguerra. Ni entendiamos mu bien aquellas soflamas de los parientes y conocidos que la vivieron. Los que comieron cáscaras de naranja como maná. Allá por finales de los 70, las hortalizas se pisaban.

Y los pueblos pequeños, llenaban sus colegios de crios. Hasta la llegada de los yon-di con cabina y las cosechadoras, más o menos. Y la arribada en rebaño de todos aquellos chavalejos de ciudá, que fardabamos de los parabienes de las urbes de un sobrao que lo flipas. En su propio campo. Levantándoles a “sus” propias nenas. Esos foráneos tan listos pa unas cosas, y tan tontos pa otras... ¿Qué pensarían todos aquellos rurales nativos de los desertores de madre o padre, o ambos, que nos acercábamos por allá en findes y veranitos...?. ¿Alguna vez entendieron que los chalés y las urbanizaciones de nuevo cuño, les darían más de lo que les quitaban?. ¿Qué su “cantera” tuvo que emigrar porque el mercantilismo se estaba comiendo a bocaos a la esencia?. Mejor o peor, pero esencia al fin y al cabo.
Por aquellos tiempos, ya peloteabamos revueltos. Como primer indicativo de la globalización, que bastante más tarde reflejarían las estadísticas de bolsa, mercado y talante. Los de la ciudá, se mezclaban en el mismo equipo que los del pueblo. Tan real como el bocata de nocilla de las seis de la tarde. Pero allá, en ese pueblecito de la baja Alcarria, en las soleás tardes de huertos y partido, sólo se veía un uniforme. Entre tantos, uno. Servía de pellejo al cuerpo-morcón de aquél alevín tochete, que por entonces asistía a la escuela municipal, y echaba un cable a su viejo en las cosillas de la construcción. No, no las de despacho; las de pala y masa a azadón. Mi coleguita, era el único gachó que aparecía por esos eventos con la Camiseta del Atleti. Esa muy franjeá, sencilla, en algodón marca pro-sudoríparo, con su Escudo bordao a la altura del nacimiento de la aorta. Sus calzones azul ultramar. Y esas medias colorás con vuelta en nieve... Aquél, sería el primer Uniforme del Atleti que recuerdo. Lo llevaba calzao un chavalito de pueblo. Malo con los pies, más que el tabaco. Pero a ni dios se le ocurría llamarle “Rubio”. “Leal”. “Cabrera”. “Robi”. Ni siquiera “Rubén Cano”. Por aquellos tiempos, los jugadores más ramplones se camuflaban mu bien. Dentro de un Equipo digno. Y un Club grande.

¡Vivan los niños el Atleti, coño!. Ahora, más que nunca.

S I E M P R E V I V O S.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

VIVAN!!!nos vamos haciendo adultos ,que por otra parte ya iba siendo hora...jejejejee
Me flipa leerte,que grandes historias y que arte paaa contarlas...
Que tengas una buena semana,un Abrazazo,Cochise...

cochise dijo...

Gracias, Arturo.
Y ten cuidao, no te entierre la nieve por allá, bribón...
Un abrazazo de esos que das tú.